La utilidad de lo “inútil”. ¿Para qué sirve un historiador?
No debería ser una pregunta agresiva: “¿Para qué sirve un historiador?” Sin embargo, depende de quién la formule. Porque para los profanos (es decir, ese otro 98% de la población) es incluso natural e inevitable preguntarse –a viva voz o, más frecuentemente, por lo bajo– de qué va eso de ser historiador. Y aunque no siempre uno anda con ganas de explicarse frente a la curiosidad de alguno de ellos al enterarse de nuestra ocupación (“Ah, qué interesante, a mí siempre me gustó la historia, pero vos ¿qué hacés? ¿Sos profesor?”) las amenazas que se ciernen sobre nosotros en este momento que atraviesa la Argentina nos obliga más que nunca a hacerlo. En particular, porque estamos en manos de un gobierno empeñado en la destrucción del sistema científico, que además muestra un ensañamiento especial con el conjunto “blando” de la ciencia, ese que comparte la Historia con las otras humanidades y las ciencias sociales.
Para despejar de entrada las dudas de los utilitaristas más acérrimos, en un sentido extremo podría decirse que la historia no sirve para nada: no construye aviones, ni puentes, ni elevadores, no produce vacunas, misiles, satélites, centrales termoeléctricas, ni curas para el cáncer. Como tampoco lo hacen la lingüística, la antropología o la paleontología. Y sin embargo, aquí estamos, con la larga y contundente prosapia de nuestros quehaceres –centenaria, en algunos casos milenaria– y con un muy bien ganado y merecido respeto de agencias estatales, fundaciones y universidades –públicas y privadas– en todo el mundo, que se preocupa por mantener vivas estas ciencias “blandas” (por oposición a las “duras” o también llamadas “exactas”, aunque este último adjetivo les queda grande desde hace por lo menos un siglo) financiando sus investigaciones. ¿A qué se deberá semejante cosa, siendo actividades tan inútiles?
La Historia, al ayudar a pensarnos, nos ayuda a pensar, sin más. Y más específicamente, a pensar críticamente, a problematizar
Hablaré por la Historia –con mayúsculas, esto es, como actividad científica profesional– pero seguramente lo que diga será aplicable al resto de las ciencias “no exactas”. Y deliberadamente no transitaré el camino de explicar otras “cosas útiles” que podemos hacer los historiadores, como algunos de mis queridos colegas han ensayado en otras notas que en nuestra defensa escribieron en estos días. Prefiero en cambio inclinarme por afirmar lo que creo es nuestra razón de ser última y a la vez nuestro mejor aporte a la comunidad: la Historia hace una contribución decisiva al conocimiento de nuestra sociedad; a que nos conozcamos mejor, a que nos juzguemos mejor, a que diagnostiquemos mejor nuestros problemas y potencialidades colectivas, a que nos apreciemos mejor (y esto último, incluida su acepción más afectiva: a que nos tengamos más aprecio y aprendamos a valorarnos por lo que somos). Y la hace reconstruyendo nuestro pasado, explicándonos por nuestro pasado, en un ejercicio análogo al que hace el psicoanalista con las personas.
Subsidiariamente, pero como parte de lo mismo, la Historia, al ayudar a pensarnos, nos ayuda a pensar, sin más. Y más específicamente, a pensar críticamente, a problematizar. Los historiadores nos formamos en la consideración crítica de los vestigios de nuestras acciones del pasado, atando cabos con indicios, sometiendo las evidencias a duras pruebas, y construyendo un relato veraz sobre nuestro objeto de estudio (sea éste las causas de la Guerra del Paraguay, las raíces de nuestra independencia o las consecuencias del golpe militar de 1930) con la convicción de que no es definitivo sino contingente y siempre sujeto a la aparición de una nueva interpretación. Nuestras investigaciones no buscan certezas categóricas, blancos o negros absolutos que nos tranquilicen. Nuestro territorio es el gris, el mundo de las probabilidades y de las verosimilitudes, de la explicación de lo más probable que haya pasado o que mejor explique un desenlace. Y es esa relatividad, esa contingencia de nuestro conocimiento “blando” (que para algunos puede ser nuestra debilidad o incluso la razón de nuestra inutilidad) es precisamente nuestra principal contribución a la sociedad.
En un mundo que se está volviendo acrítico, que nos propone opciones extremas para pronunciarnos, que nos da pocos caracteres para expresarnos, que solo alcanzan para tomar posiciones rápidas y efectistas, que no tiene tiempo para la reflexión, mucho menos para la problematización, para los matices, nuestra ciencia ofrece una pausa, una reflexión serena, una invitación a salir de la trinchera y encontrarnos en un análisis más complejo de lo que nos pasa a todos, no importa de qué lado de la ideología o del bando político nos encontremos.
Somos, por así decirlo, los “usuarios” expertos del pasado, que para garantizar y sostener la calidad de nuestras investigaciones necesitamos una dedicación exclusiva
Aceptada la posibilidad de nuestra utilidad social, todavía alguien podría preguntar: ¿y por qué el Estado debería financiar las investigaciones en Historia, o mantener a los historiadores “con la nuestra”? Porque, al fin y al cabo, escribir un libro de historia puede hacerlo cualquiera que se lo proponga, como lo demuestran cantidades de volúmenes de ayer y de hoy escritos por periodistas, ensayistas, políticos, y otros historiadores aficionados de distintas cepas, que el Estado no ha financiado. El pasado no es de propiedad exclusiva de los historiadores profesionales (como la naturaleza no lo es de los biólogos, ni el espacio de los astrónomos) y cualquiera puede “ir” a él para buscar justificación de algo que nos pasa en el presente, explicar nuestros problemas, detectar rasgos de nuestro “ser nacional” o los orígenes de nuestras patologías sociales. Pero siendo eso cierto, también lo es que existe la Historia profesional, que trabajosamente se estudia en las universidades, se consolida en estudios de posgrado, en la elaboración de proyectos individuales y colectivos de larga duración y se valida en encuentros científicos, en publicaciones en revistas académicas especializadas y en carreras profesionales labradas a través de los años en instituciones científicas nacionales e internacionales de reconocido prestigio.
Esto no implica impugnar ni invalidar los productos de otros legítimos usuarios del pasado que escriben sobre él y publican ‘por la libre’ sus trabajos
Somos, por así decirlo, los “usuarios” expertos del pasado, que para garantizar y sostener la calidad de nuestras investigaciones necesitamos una dedicación exclusiva, que seguramente nadie más que el Estado, junto con algunas instituciones académicas y universidades privadas, podría financiar. Así lo entienden el Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS) de Francia, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) español, el Deutsche Forschungsgemeinschaft (DFG) de Alemania, o el Conselho Nacional de Desenvolvimento Científico e Tecnológico (CNPq) en Brasil, por poner solo algunos ejemplos de prestigiosas instituciones estatales que financian las investigaciones científicas en el mundo, incluida la Historia. Y así lo entendían hasta aquí el Conicet, hoy condenado a muerte por inanición por el Gobierno, y la Agencia Nacional de Promoción de la Investigación, que se encuentra en estado vegetativo, también por decisión del actual gobierno.
Detrás de esos apoyos institucionales a ciencias como la Historia, que de otro modo casi no podrían sostenerse, está la idea de que el pasado es algo lo suficientemente serio como para que el Estado se interese en financiar su investigación científica. Interés que se basa en la idea de que es necesario invertir en conocernos, en saber cómo somos, explicándonos por nuestros comportamientos del pasado, cuya interpretación no debe dejarse en manos de ensayistas o de historiadores ocasionales, sino que merece el tratamiento de investigadores profesionales que se ocupen metódicamente de ejercerla.
Esto no implica impugnar ni invalidar los productos de otros legítimos usuarios del pasado que escriben sobre él y publican “por la libre” sus trabajos. Pero sí consignar que se trata de géneros distintos, que además interpelan a públicos distintos. En un caso, tenemos historias que habitualmente persiguen demostrar tesis construidas de antemano, como por ejemplo que fue Perón y su descendencia política el responsable de la decadencia de la Argentina o que la corrupción está en los genes de los argentinos incluso antes de que fuéramos tal cosa, como lo demuestran infinidad episodios de improbidad de funcionarios públicos, cohechos, malversaciones y negociados desde 1580 hasta hoy. Estos trabajos no pasan por ningún filtro de calidad (como no sea el de la corrección de estilo que hacen las buenas editoriales) y sus hipótesis y conclusiones solo se someten al juicio democrático de sus lectores. También se caracterizan porque suelen perseguir algún interés adicional al del conocimiento mismo, sea éste el éxito de ventas, la popularidad o el rédito político. Por el contrario, los libros y artículos escritos por historiadores profesionales son el resultado de largos años dedicados a la formación en el arte de la investigación histórica y sus métodos (como mínimo, cinco años en la licenciatura, otros cinco o seis en el doctorado y muchos más en posdoctorados, en un proceso que no termina nunca) y antes de su publicación pasan por un largo proceso de crítica y evaluación de sus pares, primero en versiones preliminares presentadas en congresos y jornadas, y luego a través de referatos anónimos en las revistas y editoriales académicas, que están lejos de ser condescendientes y obligan muchas veces a fundamentar mejor nuestras hipótesis, buscar más apoyatura documental o incluso rectificar nuestras conclusiones.
Esas diferencias no necesariamente hacen a nuestros trabajos “mejores”, en el sentido de que lo que descubrimos o desvelamos del pasado es más verdadero que lo que puedan argumentar un ensayista, un periodista o un político. Pero sí hablan de lenguajes que se sustentan en bases muy distintas. Dicho de otro modo, el problema no es que las tesis como las señaladas, que sostienen que Perón es el causante de todos los males de la Argentina o que la corrupción corre en nuestras venas desde la Colonia sean falsas o no sean verídicos los hechos que se mencionan para sustentarlas, sino que la buena historia no cree en las explicaciones monocausales, desconfía de verdades inconmovibles y rehúye los anacronismos (no todo es o significa lo mismo en momentos distintos de la historia) tanto como los esencialismos (no somos siempre la misma cosa, sino que cambiamos con el tiempo).
En consecuencia, quien quiera encontrar una respuesta fácil, contundente y definitiva sobre por qué la Argentina llegó a ser como es, seguramente encontrará literatura ensayística sobre el pasado que lo confirme en sus convicciones. Ahora bien, si el propósito es comprender, en toda su complejidad, un proceso histórico de nuestro pasado y la actitud de sus actores dentro de él, tanto mejor hará en consultar los múltiples trabajos de historiadores de profesión que existen sobre una vastísima variedad de temas monográficos o las historias más generales que también hemos producido, en particular desde la recuperación de la democracia en 1983 y la reconstrucción del mundo académico que siguió.
Si, a través de nuestros trabajos de investigación, los historiadores contribuimos a que los argentinos hagamos una introspección más rigurosa sobre nuestro pasado, que no hurgue en él solo para encontrar justificaciones de lo que ya creemos saber de una vez y para siempre; y si logramos con ellos que nos apartemos de la seguridad de las certezas y nos animemos a pensar de manera más compleja y a entendernos más y mejor en la riqueza y la diversidad de nuestra experiencia pasada que nos forjó como sociedad; entonces debemos darnos por satisfechos y sentirnos orgullosamente útiles.

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